Escritores provincianos

Rodrigo Ramos
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Bastantes cosas delirantes dice la literatura sobre la literatura de provincia. Puede decirse que la provincia es un territorio remanente e ignorado. Sus habitantes, con el paso de los años, han aglomerado un profundo resentimiento hacia la capital pues a nadie le gusta ser un desatendido. Lo extraño es que el reconocimiento debe llegar desde la capital, que puede ser Santiago, Barcelona, París o Nueva York, para recién lograr respeto en la provincia.

El escritor de la chaqueta de cuero que se sienta en el café del único paseo peatonal de la ciudad puede decir sin decir que es un favorecido. París lo bendijo como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras y a través de él, a esas carrasposas historias de las salitreras del norte chileno. La provincia, a través de chaqueta, puede sentirse complacida de que su exotismo heterodoxo sea universal.

Chaqueta de cuero es como un portal que acerca la capital a la provincia. Chaqueta sabe que es el único cosmonauta que puede ir de Paris a Beijing, ida y vuelta en sólo dos minutos.

“Por favor don Chaqueta, me puede revisar estos cuentitos”, le pregunta un escritor provinciano con la idea de subirse a la máquina de Chaqueta de cuero.

Dejemos a Chaqueta tomando café con su cutis  de persiana vieja de tanto sol y vayamos hacia esos excéntricos y fragorosos escritores provincianos.

Los hay venturosos asociados a alguna añeja agrupación poética que de tanto en tanto logran sacar alguna antología de poesía provinciana; están quienes hacen lobby con el gobierno o la empresa para montar ferias libreras provincianas porque comprendieron que ser escritor no les dejaba dinero para viajar al caribe; están los voluntariosos narradores que se auto editan con voluntad, pero cuyos libros quedan estancados en el portal de la provincia deshojándose por el viento; están lo que adoptaron la literatura como una forma de vida y exigen al gobierno u otras instituciones que les cancele el seguro social porque nacieron así, escritores y morirán así, como escritores mendigos de buena lid; están los ingenuos que todavía creen en la pureza del idioma; están quienes llevan armando un cuento hace 10 años en un bar y siguen en lo mismo, pero más enfadados con la vida; están los que se aislaron en una provincia de la provincia a la espera de ser descubiertos, cuestión que nunca sucederá;  está el joven que en su ombligo tiene tatuado Bukowski y no sé da cuenta cómo la vida pasa por su ventana; están los que les gusta llamarse Rapsodas; están los que miran sin sentir ni mover el culo y se pierden la belleza eléctrica de las calles con sus travestis y sus negros deambulado y la pasta corriendo sin una cámara amiga; están los que protegen la identidad provinciana literaria porque en ello gastaron toda su vida, y así, hasta el infinito regulado en los límites de la comarca.

La acción es constante y hasta vertiginosa. Declamaciones con corbata, talleres donde una sacerdotisa literaria feminista dicta que ese poema es malo o bueno; riñas de redes sociales, lecturas emotivas, defensas corporativas y envidias hasta la médula conforman este mundo literario tan real como estereotipado que al final, es pura y bella literatura de carne y hueso.

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